domingo, 20 de marzo de 2011

El anillo de oro




Había una vez un joven, con baja autoestima, que recurrió a un sabio en busca de ayuda...

—Vengo, maestro, porque me siento tan poca cosa que no tengo 
fuerzas para hacer nada. Me dicen que no sirvo, que no hago 
nada bien, que soy torpe y bastante tonto. ¿Cómo puedo 
mejorar? ¿Qué puedo hacer para que me valoren más?

El maestro, sin mirarlo, le dijo:

—Cuánto lo siento muchacho, no puedo ayudarte, debo 
resolver primero mi propio problema. Quizás después... –y 
haciendo una pausa agregó— Si quisieras ayudarme tú a mí, yo 
podría resolver este tema con más rapidez y después tal vez te 
pueda ayudar.

—E... encantado, maestro –titubeó el joven pero sintió 
que otra vez era desvalorizado y sus necesidades postergadas.

—Bien –asintió el maestro. Se quitó un anillo que llevaba 
en el dedo pequeño de la mano izquierda y dándoselo al 
muchacho, agregó: "toma el caballo que está allí afuera y 
cabalga hasta el mercado. Debo vender este anillo porque tengo 
que pagar una deuda. Es necesario que obtengas por él la 
mayor suma posible, pero no aceptes menos de una moneda de 
oro. Vete antes y regresa con esa moneda lo más rápido que 
puedas". 

El joven tomó el anillo y partió. 
Apenas llegó, empezó a ofrecer al anillo a los mercaderes.

Estos lo miraban con algún interés, hasta que el joven decía lo 
que pretendía por el anillo.

Cuando el joven mencionaba la moneda de oro, algunos 
reían, otros le daban vuelta la cara y sólo un viejito fue tan 
amable como para tomarse la molestia de explicarle que una 
moneda de oro era muy valiosa para entregarla a cambio de un 
anillo. 

En afán de ayudar, alguien le ofreció una moneda de 
plata y un cacharro de cobre, pero el joven tenía instrucciones 
de no aceptar menos de una moneda de oro, y rechazó la oferta.

Después de ofrecer su joya a toda persona que se cruzaba 
en el mercado –más de cien personas— y abatido por su 
fracaso, montó su caballo y regresó.

Cuánto hubiera deseado el joven tener él mismo esa 
moneda de oro. Podría entonces habérsela entregado al maestro 
para liberarlo de su preocupación y recibir entonces su consejo 
y ayuda.

Entró en la habitación.

—Maestro –dijo— lo siento, no es posible conseguir lo que 
me pediste. Quizás pudiera conseguir dos o tres monedas de 
plata, pero no creo que yo pueda engañar a nadie respecto del 
verdadero valor del anillo.

—Qué importante lo que dijiste, joven amigo –contestó 
sonriente el maestro—. Debemos saber primero el verdadero 
valor del anillo. Vuelve a montar y vete al joyero. ¿Quién mejor 
que él, para saberlo? Dile que quisieras vender el anillo y
pregúntale cuánto te da por él. Pero no importa lo que ofrezca, 
no se lo vendas. Vuelve aquí con mi anillo.

El joven volvió a cabalgar.

El joyero examinó el anillo a la luz del candil, lo miró con 
su lupa, lo pesó y luego le dijo:

—Dile al maestro, muchacho, que si lo quiere vender ya, 
no puedo darle más que 58 monedas de oro por su anillo.

¡¿58 monedas?! –exclamó el joven.

—Sí –replicó el joyero— Yo sé que con tiempo podríamos 
obtener por él cerca de 70 monedas, pero no sé... Si la venta es 
urgente...

El joven corrió emocionado a casa del maestro a contarle 
lo sucedido.

—Siéntate –dijo el maestro después de escucharlo—. Tú 
eres como este anillo: una joya, valiosa y única. Y como tal, sólo 
puede evaluarte verdaderamente un experto. ¿Qué haces por la 
vida pretendiendo que cualquiera descubra tu verdadero valor?

Y diciendo esto, volvió a ponerse el anillo en el dedo 
pequeño de su mano izquierda.

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