El camino de tierra entraba y salía de los bosques, retorciéndose como una larga y enroscada serpiente, formando gibas sobre las colinas, estirándose en recta línea blanca sobre las llanuras y sumergiéndose en los valles, hasta llegar, finalmente, a la carretera que llevaba a la ciudad. Y por el camino, sorteando sus curvas y repentinos recodos, venían el molinero, su joven hijo y su retozón asno. Detrás, a poca distancia, varios niños cantaban alegremente, mientras avanzaban dando cabriolas.
Por fin, alcanzaron al molinero, y uno de ellos gritó en son de burla;
—¡Miren a esos tontos! ¡Caminan con tanto esfuerzo junto al asno, cuando podrían viajar sobre su lomo!
Y se alejaron corriendo, lanzándose como saltamontes camino abajo.
—Tienen razón, hijo mío —dijo el molinero—. Ciertamente, somos unos tontos.
Y alzó a su hijo y lo sentó sobre el lomo del asno. Luego, ambos siguieron trabajosamente por la carretera, áspera y calcinada por el sol.
Al poco rato, un grupo de labradores dobló un recodo y se topó con los tres.
—¡Mirad! —dijo uno de ellos, señalando al asno y al niño—. Los jóvenes de hoy no tienen la menor consideración por sus padres. Mirad a ese robusto muchacho, cómodamente viajando sobre el asno, mientras su viejo padre va a pie.
Cuando los labradores siguieron su camino, el molinero detuvo el asno y dijo:
—Apéate, hijo. Tal vez tiene razón. Seré yo quien monte.
Subió al asno y así continuaron la marcha.
Por el lado opuesto de la colina venía una vieja, que apretaba su chal contra los huesudos hombros.
—¿Cómo puedes dejar que tu fatigado niño corra detrás de ti, mientras tú cabalgas cómodamente? —gritó con desdén al molinero, al pasar.
Avergonzado, el molinero tomó a su hijo y lo sentó tras él, sobre las ancas del jumento.
Apenas habían recorrido unos pocos pasos, alcanzaron a un pequeño grupo de hombres.
—Se ve que el asno no les pertenece —dijo uno de éstos, con tono acusador—. De lo contrario, no le quebrarían así el lomo. ¡Pobre animal!
A esta altura, el molinero estaba un poco desconcertado, pero hizo bajar a su hijo, se apeó él mismo del asno y, atándole las patas, cargó al animal en hombros. El pobre asno se retorcía incómodo, golpeando la espalda del molinero a cada paso. Cuando cruzaban el puente, el jumento se desprendió de su atadura y cayó al agua. Luego, nadó hasta la ribera y echó a correr por los campos. Tratando de complacer a todos, el molinero no había complacido ni siquiera a su asno.
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