Andaba yo solo por el camino que cruza los campos cuando, como un avaro, el sol poniente disimulaba la última brizna de su oro.
El día se hundía cada vez en una sombra más profunda, y la tierra, despojada de sus cosechas, se extendía silenciosa y desolada.
De pronto, una voz aguda se elevó en el aire, la voz de un chiquillo que, invisible, atravesó la densa oscuridad, dejando en la calma del atardecer el surco de su canción.
Su hogar se hallaba allá en el pueblo, al final del llano seco, después del cañaveral, escondido entre las sombras de los plátanos y las arecas, los cocoteros y los árboles del pan.
Interrumpí un momento mi solitario viaje, a la luz de las estrellas.
Contemplé a mi alrededor el llano oscurecido, que abrigaba entre sus brazos los innumerables hogares donde, junto a las camas y las cunas, arden las lámparas vespertinas, donde velan los corazones de las madres, donde las vidas jóvenes rebosan una alegría tan confiada que ignora su propio valor en la totalidad del mundo.
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