El gato Boniato era un gato muy raro. Ni feo, ni guapo, ni gordo, ni flaco; no destacaba de los demás gatos de la pandilla por su físico. A veces se sentía un poco mal por no resaltar en nada: su amiga, la gata Juana, tenía los ojos verdes más bonitos de toda la manzana; su amigo, el gato pellejo, tenía unos andares que levantaba pasiones hasta en la finas perras de pedigrí que vivían frente al portal de los deseos. El gato Boniato se preguntaba por qué sus amigos destacaban en algo y él no. Bueno, sí destacaba en algo, pero era un secreto muy bien guardado…
Cuando llegaban las noches, Boniato se subía al tejado de la casa 44, subía las escaleras de cuatro en cuatro y se colaba por la rendija de la ventilación… aquella azotea era su paraíso particular, llena de florecientes macetas que el doctor Esteban, ya jubilado, regaba al despertar el sol todas las auroras. Boniato, entre los jazmines, apoyado en el poyete más alto de toda la azotea miraba la ciudad: le encantaba ver los torreones de las iglesias, las nubes dormidas en el sueño inerte, las ventanas abiertas y las luces semiencendidas de una ciudad que empezaba a dormir.
Boniato suspiraba y gemía porque al ver la catedral a lo lejos, su enorme campanario y la vieja basílica de san Pedro, soñaba. Porque Boniato soñaba con poder algún día pintar… ¡sí, pintar! El gran secreto de Boniato es que amaba la pintura. Muchas tardes, cuando la ciudad dormía la siesta, Boniato se escapaba por el arrabal y quedaba con su amigo Fernando, el perro de los marqueses de Aracena, para entrar en el museo. Siempre la misma homilía: ― ten cuidado que un día nos van a pillar, que yo sé qué hacen con los gatos callejeros, y… ¡claro!, por mí no tengo miedo, porque los marqueses me buscarán ―. Pero Boniato no le hacía caso al miedica de Fernando, y subiendo por los ventanales de la planta primera se colaban en el patio principal hasta llegar a la sala donde, sentados en medio del palacio, volvía a suspirar mirando los hermosos cuadros: Velázquez con sus matices, líneas esfumadas, la profundidad, la luz y la composición; el cuadro de la Anunciación de Alejo Fernández, con su espíritu renacentista y la influencia italiana, y su preferido era “La Colosal”, la Inmaculada Concepción de Murillo… con aquellos colores del manto blanco y azulado…
Boniato soñaba con algún día poder exponer sus cuadros en el mercadillo que los domingos se celebraba en la puerta del museo… pero tan sólo eran sueños, porque era un gato. No tenía manos para dibujar, solamente garras.
Despertó de su ensoñación mientras olía los jazmines y las madreselvas del doctor Esteban. Se le ocurrió una maravillosa idea. ¿Podría pintar aquel paisaje utilizando su bigote como pincel? ¡Cómo no se le había ocurrido antes! Ahora necesitaba colores, pinturas… ¿De dónde los sacaría?…
Se acordó, que la naturaleza, vieja y sabia, era la gran creadora de colores naturales… y, en aquella azotea, empezó su creación:
Como lienzo utilizó una sábana vieja que el doctor Esteban tenía colgada en un cordel (recordaba haberla visto allí durante dos inviernos seguidos, no la echaría en falta). Construyó su paleta de colores:
Para hacer el ocre de los tejados y campanarios utilizó la tierra que soltaban los adobes de la azotea, eran como una tiza suave que, con un poco de negro sacadas de un corcho oxidado, daban el toque perfecto; para el blanco de los campanarios, donde dibujaría las palomas dormidas, usó un trozo de cal de la pared mezclada con los pétalos de una rosa negra que le dio un gris melancólico que le inspiró el dibujo de cielo encapotado, como tantas veces había visto. Para sacar el rojo, la piel de un pequeño tomatón, el azul del polen de una amapola, el verde de la hierba fresca que crecía en el jardín del parlamento.
Poco a poco, fue creando una paleta de colores que, mezclados entre sí, formaban la obra que tanto había soñado pintar: la ciudad vista desde su azotea.
Durante toda la noche, hora tras hora, Boniato no paró de mezclar, limpiar, matizar. Fue disminuyendo los colores gradualmente y, capa tras capa, pincelada a pincelada con su bigote, completó su composición; hasta que al amanecer, cuando las flores de su azotea empezaban a recoger el rocío de la mañana, Boniato terminó su obra.
Boniato descansó, exhausto, agotado, con la piel erizada por el frío, los huesos cansados por la humedad, pero feliz de su primera creación. Se sentó a observar su obra y se puso contento: se parecía mucho al cuadro que había soñado. Pero Boniato no contaba con que los gatos nunca podrían exponer, porque él sólo era un gato… un simple gato… Lloró, mientras los primero rayos de sol salían. Boniato se echó en medio de la azotea, muy cansado y llorando suspiró… se durmió… para no despertarse más… Pero su sonrisa indicaba que su sueño se había cumplido… Fue feliz.
La mañana del primer domingo del mes de Enero, las calles de esa localidad estaban abarrotadas y expectantes… miles de ciudadanos se habían arremolinado para poder visitar la obra de la que durante varios días todas las radios y periódicos de la ciudad hablaban, la obra de un gato que había pitado el más bello paisaje jamás conocido sobre la ciudad.
El doctor Esteban, aquella mañana en que Boniato terminó su cuadro, se despertó temprano encontrándose el cuerpo de su amigo, inerte sobre la azotea. También vio la impresionante obra que había realizado. Aquél legado no podía quedar sin ser expuesto en su ciudad. Lo que Boniato nunca supo en que Don Esteban pertenecía a la fundación del museo, y sólo con enseñar la obra a sus compañeros, todos decidieron que era digna de estar colgada en una de sus paredes.
Desde aquél día se puede ver en el museo de esa ciudad la obra del gato Boniato, que se titula “La ciudad desde mi azotea”.
Boniato fue enterrado bajo su obra. Allí, a sus pies, hay un breve poema que dice:
“Sólo los sueños se podrán alcanzar si miras la vida con felicidad… Sueña, sueña con tus ilusiones, recréate en tus pasiones, lleva a cabo tus aficiones, porque al final de tu vida sólo quedarán el recuerdo y la añoranza de haber vivido intensamente tus sueños.”
Jose Luis Fuentes
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