Era un lama joven y con gran sentido del humor, que sabía bien que la vida espiritual no tiene por qué ser, en absoluto, triste y solemne. Era muy accesible, cordial y sin artificios.
Consideraba a todos los monjes y novicios como sus hermanos pequeños y estaba siempre haciendo bromas con ellos. Les enseñaba la doctrina, en el patio del monasterio, haciendo juegos, riendo, bailando con los monjes y novicios, realizando bromas y contando chistes.
Pero un día un grupo de fieles pasó por allí y vio cómo se divertían los monjes y novicios y cuánto griterío y risas producían. Acudieron al abad del monasterio y le dieron una queja. Consideraban que aquel no era modo de enseñar la doctrina; que el lama era irreverente e irrespetuoso.
El abad del monasterio llamó al lama y le puso al corriente de las opiniones y las quejas de los fieles.
El lama dijo:
- Cambiaré de método, pero será lo mismo.
Era un hombre muy inteligente.
Sorprendido, el abad preguntó:
- ¿Cómo que será lo mismo?
- Venerable abad, ya lo veréis: será lo mismo.
El abad no comprendió al lama y le dejó ir.
El lama cambió el sistema de enseñanza: todos tenían que guardar un estricto silencio, permanecer estoicamente en postura meditacional durante toda la clase, jamás sonreír y no hacer el menor comentario.
Los fieles pasaron por allí y se asomaron a ver la clase. Aquello les parecía increíble: ¡cuánta rigidez, cuánta severidad, cuánta pesadumbre! Se preguntaron se era necesaria tan estricta disciplina para mostrar la doctrina. Fueron al abad del monasterio y se quejaron del lama.
El abad llamó al lama y le dijo:
- Tenías razón, querido mío.
- Como tú decías: “será lo mismo”.
- Y ahora yo te digo, enseña como quieras.
- No te dejas más influenciar por controversias.
El lama, obviamente, volvió a su anterior modo de mostrar la doctrina.
Maestro: haga lo que haga, la mangosta quiere acabar con la serpiente.
Ramiro Calle
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