Era un árbol frondoso y fuerte de edad desconocida que a lo largo de su vida había experimentado el sufrimiento y el dolor, el frío y el calor. Quería vivir, quería disfrutar de las cosas bellas que la vida le ofrecía, deseaba escuchar el sonido plácido y armonioso de los pájaros que con sus alegres cantos reposaban en sus ya viejas y doloridas extremidades, suspiraba por gozar del verde prado con sus jóvenes y floridos árboles que se encontraban a su lado.
En la amplitud de su vida había visto en varias ocasiones a la muerte bien de cerca. Como lo sucedido en una fría y tenebrosa noche de invierno, en la que una nube lanzó su cólera contra él y errando su irritación alcanzó de lleno a su buen amigo el Abeto. O cuando de pequeño una poderosa tempestad de viento lo dobló con tal virulencia que hasta las raíces llegaron a peligrar, poniendo a prueba su resistencia.
Todas las primaveras veía como sus hojas crecían verdes y rebosantes de vida columpiándose cada atardecer mecidas por el viento del norte, alimentándose con la energía que el sol les proporcionaba y la lluvia que las nutría y bañaba para disfrute y deleite de todo aquel que se
acercaba a contemplar aquel esplendor.
Pero llegado el otoño las hojas perdían su color, poco a poco se marchitaban y morían precipitándose al vacío desde la rama que durante unos meses había sido su apoyo y sustento. La muerte que podía experimentar cada primavera y que veía en los demás en el día a día, para él era una gran desconocida. Pero pronto, muy pronto, comprendería por sí mismo lo que se experimentaba ante esta gran desconocida.
El incendio se estaba aproximando cada vez más y con mayor fuerza. El calor que producía era insoportable y la muerte estaba cada vez mas cerca. Hacía muchos años escuchó conversar a dos humanos que se habían detenido a descansar en sus regazos. Uno de ellos preguntó al otro < < ¿A dónde se va cuando morimos? >> a lo que éste respondió < < Nunca nos preguntamos dónde se va la llama de una vela cuando ésta se apaga. Cuando encendemos una vela decimos que la llama está viva, y cuando la apagamos no nos preocupamos de a donde se ha ido, simplemente se apaga, no hay un lugar a donde la llama pueda ir, simplemente se ha hecho una con el todo >>
En otra ocasión vio desfilar ante él a cuatro hermosos corceles blancos que tiraban gallardos de un bello carruaje. En su interior reposaba una caja de madera finamente tallada rodeada por cuatro preciosas coronas de flores con unos ramilletes que decían: “De tus hijos que no te olvidan” “De tus padres con cariño” “De tu mujer con amor” “De tu nieta que siempre te tendrá en su corazón”.
Pero lo que más le llamo la atención fue la gente que acompañaba aquella comitiva. Todos vestían de un siniestro sombrío tenebroso y riguroso negro, lloraban desconsoladamente por la pérdida de aquel ser querido exclamando:
< < Por fin descansa en paz, ya no sufrirá más>> Que sus seres queridos, sus más allegados amigos llorasen porque aquel hombre descansaba en paz carecía de toda lógica. Sufrir porque había dejado de padecer, para él no tenía ningún sentido; si por fin descansaba en paz y ya no sufriría más, lo más sensato sería que se alegrasen de aquella situación.
No tardó en darse cuenta de que aquel sufrimiento, aquel dolor que desfilaba ante sus ramas, no era causado por la pérdida del ser amado, sino por la autocompasión. De entre todas las voces de lamento que allí se alzaban, una de estas repetía insistentemente: < < ¡Dios mío! Qué sola estoy ¿Por qué te lo has llevado? ¿Qué haremos ahora sin ti? >>
Todo su dolor, todo su lamento estaba enfocado hacia sí misma, puesto que el difunto ya había dejado de sufrir y descansaba en paz. Lo cierto es que si eso le sucediese a él se sentiría con un enorme complejo de culpabilidad, pues por nada del mundo permitiría que un ser que te ama sufriese por su muerte. Pero él estaba vivo y nunca había sentido aquel dolor que embargaba aquella pobre gente; es más, empezaba a darse cuenta de que el sufrimiento no estaba causado por el que se iba, sino por el que se quedaba.
Recordando aquella situación se veía cada vez más como un nacido moribundo desde el primer aliento de vida. La existencia y el final estaban adquiriendo un nuevo significado para él. Comenzaba a darse cuenta de que la muerte está aquí en cada instante de nuestra vida, cuando hablamos, leemos, nos divertimos. La muerte no está allá al final, sino en cada instante de nuestras vidas, en el aquí y ahora. Uno no sufre tan solo porque pierde a su familia, sino porque teme quedarse solo y sin compañía. Teme perder sus posesiones a los amigos, el amor de su vida, los hijos. Le atemoriza tener que abandonar lo conocido para enfrentarse a lo desconocido.
Mientras revivía aquellos recuerdos no se percató de que por sus ramas doloridas por el intenso calor estaban fluyendo unas preciadas gotas de agua. El viento había cesado su cruel y devastadora correría; entre un claro del bosque dejado por los chamuscados árboles se pudo percibir como unas cargadas nubes cantaban estrepitosamente a la vida. Cuando el árbol se quiso dar cuenta ya la tormenta se encontraba demasiado próxima y la lluvia era intensa. Por esta vez la muerte había estado muy cerca, pero él sabía que desde ese mismo amanecer la viviría en el día a día.
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