Un gato, llamado Rodilardo,
causaba entre las ratas tal estrago
y las diezmaba de tal manera
que no osaban moverse de su cueva.
Así, con tal penuria iban viviendo
que a nuestro gato, el gran Rodilardo,
no por tal lo tenían, sino por diablo.
Sucedió que un buen día en que Rodilardo
por los tejados buscaba esposa,
y mientras se entretenía con tales cosas,
reuniéronse las ratas, deliberando
qué remedio tendrían sus descalabros.
Habló así la más vieja e inteligente:
-Nuestra desgracia tiene un remedio:
¡atémosle al gato un cascabel al cuello!
Podremos prevenirnos cuando se acerque,
poniéndonos a salvo antes que llegue.
Cada cual aplaudió entusiasmada;
esa era la solución ¡estaba clara!
Mas poco a poco reaccionaron las ratas,
pues ¿cuál iba a ser tan timorata?
¡Quién iba a atarle el cascabel al gato!
Así he visto suceder más de una vez
-y no hablo ya de ratas, sino de humanos-:
¿a quién no lo han golpeado los desengaños?
Tras deliberaciones, bellas palabras,
grandes ideas... y, en limpio, nada.
Le Fontaine
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