viernes, 21 de octubre de 2011

Cuento cristiano



Una vez me encontré en el tren con un compañero de secundaria al que prácticamente no veía desde que habíamos terminado los estudios. Era uno de esos tipos a quien todos habíamos desahuciado: tenía un estilo de vida muy desenfrenado, no estudiaba nada, vivía peleándose...

El chico que vino a saludarme en el vagón era una persona totalmente distinta: estaba sonriente, sereno, como reconciliado consigo mismo (y también un poco más gordito). Me contó de su vida: estaba de novio, estudiando en la facultad, realmente feliz. Hablando con algunos amigos que habían mantenido contacto con él me enteré de que la experiencia del noviazgo le había dado a su vida un giro de 180 grados.

Me acordaba de él cuando uno de los profesores del seminario nos comentaba que lo único que nos libera de nuestro pecado, de nuestros afectos desordenados, es conocer un amor más grande que ellos. Este chico había hecho esa experiencia: conocer el amor de otra persona lo había liberado, le había dado una plenitud que ya no necesitaba buscar en otras cosas.

En la Pascua esta realidad de liberación se da en forma plena. La pasión de Jesús no es la satisfacción de la deuda a un Dios contador; es la prueba de que Dios nos ama hasta el fin. Es Dios que nos grita que su amor es en serio, que Él se entrega hasta las últimas consecuencias.

En su muerte, Jesús establece una alianza con nosotros, alianza que sella con su sangre. Y el Padre sella esta alianza con la Resurrección, confirmando la entrega de Jesús, diciendo de vuelta que él es su Hijo amado.

La Pascua no es simplemente la cancelación de una cuenta: es mucho más. Es un fuego arrollador que devasta todo nuestro pecado, que nos da la posibilidad de compartir la vida misma de Dios, de ser deificados. Conocer (en su sentido bíblico) el amor de la Trinidad, dejarnos amar por Dios, es la verdadera fuente de libertad, de plenitud, en una palabra: de vida.

Curiosamente, aceptar este amor resulta difícil. ¡Estamos poco acostumbrados a que alguien nos ame como somos, a ser abrazados con toda nuestra miseria y debilidad! Preferiríamos que se nos amara por nuestros logros, por lo que hacemos. Y nos da miedo abrirnos a la misericordia incondicional de Jesús, porque sabemos, consciente o inconscientemente, que recibir este amor nos cambiaría, nos convertiría ("volvería hacia") el rostro de Jesús. Y ya nunca seríamos los mismos. Ya no tendríamos "el control" sobre lo que hacemos y pensamos. Y eso suele asustar mucho, porque nos hace vulnerables.

Ese mismo miedo es el que se manifiesta en nuestras relaciones personales, cuando tenemos miedo de exponernos, de arriesgarnos a ser amados. Y entonces cerramos las puertas a todos, para que nadie entre. Así, nadie puede lastimarnos. Pero al mismo tiempo, ¡nadie puede amarnos!

Quizás por eso muchos maestros espirituales dicen que la principal dificultad con respecto a Dios es el abandono, la confianza. Creo que esto se da particularmente
en nuestra generación. Arrastramos tantas heridas que nos cuesta dar ese salto definitivo, ese desprendimiento último que nos permite ser amados. Estamos bombardeados por la hostilidad y el ruido.

Se nos plantean entonces estas dos opciones: cerrarnos tras una falsa postura de dureza, de cerrazón a todo lo que implican los sentimientos y la relación profunda con las demás personas (y por ende, con Dios); o caer en un intimismo que tampoco es un verdadero vínculo con los demás. Nos volvemos posesivos y mediocres: no nos animamos a salir de nosotros mismos.

Ninguna de estas dos opciones lleva al verdadero amor. La experiencia real de ser amados nos vuelve más conscientes de nuestra fragilidad y nos arriesga a ser heridos, es verdad. Pero a la vez es la que nos sostiene y nos envía a dar testimonio del amor.

Todo esto se da en grado máximo cuando lo llevamos a nuestro vínculo con Jesús. Si no nos exponemos, si no nos abrimos a su amor incondicional, podremos hacer muchas cosas, inclusive cosas grandiosas. Pero no habremos experimentado nunca la misericordia de Dios. No seremos verdaderos testigos de su amor.

Para esto hace falta reconocernos necesitados y pobres, tener sed del Dios viviente, como dice el salmo. Y una vez que nos presentamos a Dios con lo que somos; sin justificarnos, sin explicarnos, como si Dios necesitase razones para mostrarse misericordioso, entonces somos abrazados por su amor.

Recorrer este camino puede parecer muy complicado. La realidad implica solamente dos cosas: sinceridad con uno mismo y paciencia. Y buscar a Dios con insistencia. Especialmente me parece una gran ayuda meditar sobre el misterio pascual de Jesús. Con lentitud iremos descubriendo como en la Pascua de Jesús está la manifestación culminante del amor de Dios. Total gratuidad, total entrega sin un anticipo previo de nuestro amor. Esta Pascua que se repite todos los días en la vida de tanta gente, y sobre todo en la Eucaristía.

Termino y me doy cuenta de que estos son nada más que balbuceos. Pero quizás

estas incoherencias les sirvan para su propio camino, y el Espíritu pueda atar algún cabo suelto en el corazón.

Que el Señor nos dé la gracia de experimentar su amor, para que podamos dar testimonio de su misericordia infinita ante nuestros hermanos.


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