domingo, 20 de noviembre de 2011

El rostro de Dios



No hubo nada que hacer. Por más que los médicos hicieron todo lo posible y hasta lo imposible, el corazón de Francisco dejó de funcionar. Francisco sintió cómo la sala de emergencias del hospital quedaba allá abajo, y él comenzaba a subir y a subir. Allá abajo quedaba la ciudad, que ahora se veía como una manchita más sobre la superficie de la tierra.

¡Qué emoción! ¡Al fin estaba por llegar el gran momento! Afortunadamente, Francisco era un hombre creyente, y siempre había tenido la esperanza de una vida más allá de la muerte. ¡Cómo le gustaría que algunos de sus escépticos amigos estuvieran allí para poderles demostrar lo que ahora él estaba comprobando: que efectivamente, después de la muerte, el alma seguía viviendo.

Pero lo que más lo excitaba, era la esperanza de que ahora vería frente a frente a Dios. Durante muchos años se había preguntado cómo sería el rostro de Dios, y ahora estaba a punto de encontrar respuesta a su inquietud. ¡El rostro de Dios! La emoción lo embargaba y lo hacía estremecerse de pies a cabeza. Sentía que el pecho le iba a estallar de la ansiedad.

Por fin, allá a lo lejos divisó una figura refulgente que lo esperaba con los brazos abiertos. "¿Eres tú, Dios?", gritó. La luz cegadora le impedía ver con claridad. No tuvo respuesta, pero en su interior supo que, efectivamente, ese era Dios. 

Instantes después, al fin estuvo frente a Dios. Pero no se atrevía a alzar su mirada. Después de tantos años de esperar este momento, y ahora que estaba frente a El, no se animaba a mirar.

 "Francisco", le dijo Dios. ¡Jamás había percibido tanta dulzura en una voz! ¡Nunca su nombre había sonado de esa manera en boca de nadie! Sin atreverse a levantar la vista, intentaba imaginar el rostro de Dios, adivinándolo a través de esa voz tan suave y tan dulce a la vez. "¿Por qué no me miras? Aquí estoy. ¡Este soy yo!". La calidez de la voz lo hizo perder todo temor y, lentamente, alzó su mirada.

¡Horror! ¡Ese no era Dios! ¡Era ese compañero de trabajo tan desagradable que siempre le hacía la vida imposible! ¿Qué clase de broma de mal gusto era esa? Confundido se frotó los ojos con los puños y al volver a mirar, comprobó que en realidad se trataba de aquella mujer que había golpeado a su puerta hace unos días y él le había dado unas frutas. ¡No! ¡Era el hombre que lo había insultado la semana pasada cuando casi chocan en una esquina! Una a una fueron pasando por la cara de Dios mil caras: su jefe de la oficina, la directora de la escuela de su hija, el changuito que le lavaba el auto los fines de semana, el viejito que cada mañana le pedía una moneda al salir de casa, ese amigo que lo había estafado hace unos años, su novia de la juventud....

"¿Te acuerdas de aquello que dije hace dos mil años: Tuve hambre y me diste de comer, estuve enfermo y no me visitaste, estuve desnudo y me vestiste, tuve sed y no me diste de beber? ¿Entiendes ahora a qué me refería?". "Ahora entiendo", respondió Francisco, "Aunque no sé si ya es demasiado tarde..."


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