"Un día que nunca voy a olvidar, fue cuando conocimos a la abuela. Yo tenía unos ocho años, y mis hermanos, seis, cuatro y tres. Nosotros vivíamos en una finca cerca de Santa María de Catamarca, donde mi tata era el casero. Al morir el abuelo, la abuela se había ido a vivir con mi tío José allá en Buenos Aires, y eso fue antes que mi tata se casase y naciésemos nosotros. En aquel tiempo, las distancias eran mucho más grandes que ahora. Lo más rápido que había entonces para viajar era el tren, y eso si había plata. Lo más común era hacer el viaje en carreta, lo cual implicaba muchos días de viaje. Por eso es que nunca habíamos conocido a la abuela.
Un buen día, el tata nos dijo que la abuela iba a venir a la Finca a pasar unos días, porque andaba enferma con no se qué en los pulmones, y el médico le había recomendado que un cambio de clima le sentaría bien. Lo único que sabíamos de la abuela es que le encantaban las flores, y por eso el tata nos recomendó a mí y a mis hermanos que le preparásemos cada uno un ramito para regalarle como bienvenida. Conseguir flores no es nada fácil en Catamarca porque el clima es bastante seco.
Mis hermanos se pasaron la mañana entera, desde tempranito, buscando y rebuscando por todas partes para armarle un ramito de flores a la abuela. Yo, descuidado como siempre, salí a jugar con mis amigos, y me olvidé por completo del asunto. Como la abuela iba a llegar a la hora de la siesta, me entré a preocupar recién después del almuerzo. Afortunadamente recordé que había visto en la sacristía de la capilla del pueblo, unas flores de plástico, así que para allá fui y sin que nadie me viera saqué unas cuantas. Volví a la casa y ahí armé con ellas un ramo, que quedó bastante bonito.
Cuando nos avisaron que la abuela estaba llegando, todos corrimos a pararnos frente a la puerta de entrada con nuestros ramos. Con aire de superioridad miré con desdén los ramitos miserables de mis tres hermanos: un jazmincito medio deshojado, dos rosas un poco mustias y unos cuantos azares desordenados. En cambio, mi ramo era imponente: varias flores grandes y bien planchaditas, de distintos colores; casi ni se notaba que eran de plástico.
Lo que no nos habían contado, era que la abuela había quedado ciega hace unos años, así que cuando entró, fue tomando uno a uno los diminutos ramitos que mis hermanos le ofrecían y sintiendo su perfume, que era la única belleza que debido a su ceguera, podía percibir de las flores. No imaginan cuál fue mi vergüenza cuando llegó mi turno y tuve que entregarle mi majestuoso y colorido ramo, que ahora me parecía insignificante al lado de las suaves fragancias de los humildes ramitos de mis hermanos.
La abuela llevó el ramo junto a su nariz y, obviamente no sintió ningún perfume, pero igualmente sonrió como si nada. Cuando al abrazarla me largué a llorar, me besó cariñosamente y me dijo bien despacito al oído sin que nadie escuchase: "Que esto te sirva de lección para el futuro: cuando hagas cualquier obra buena, hazla con mucho amor, porque si no, por más grande que sea lo que hagas, si no lo haces con amor, es como un ramo de flores de plástico, y para Dios lo que vale, es el perfume de tus buenas obras".
No hay comentarios:
Publicar un comentario