domingo, 28 de octubre de 2012

El fin de la buena onda





Una señora estaba esperando su vuelo en la sala de espera de un gran aeropuerto. Como tenía que esperar bastante, se fue a comprar un libro y un paquete de galletas.

Al volver, se sentó en una de las salas a leer tranquilamente. Dos asientos a su lado, se sentó un hombre con una revista y empezó a leer. Entre ellos dos se quedaron las galletas.

Cuando ella cogió la primera galleta, el hombre cogió una. Ella se sintió indignada, pero no dijo nada, solo pensó: “¡qué descarado!” Si no estuviera tan cansada, le hubiera dado una bofetada que no olvidaría nunca más.

Cada vez que ella cogía una galleta, el hombre cogía una. Eso la indignaba tanto que no conseguía concentrarse ni reaccionar.

Cuando quedaba solo una pensó: "¿Qué hará ahora este tío con tanto morro?"
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Entonces el hombre cogió la galleta, la partió y dejo la mitad para ella. Eso ya fue demasiado. Cerró el libro y sus cosas y se fue rabiando sin decir nada y embarcó en el avión.

Cuando ya estaba sentada en su asiento, abrió su bolso y se dió cuenta de que dentro del bolso llevaba su paquete de galletas intacto y sin abrir.

¡Qué vergüenza sintió! Olvidó que las galletas las había guardado después de comprarlas. El hombre había compartido sus galletas con ella sin sentirse nervioso ni alterado. Ya no tenía oportunidad de disculparse y pensó: "¿Cuantas veces en nuestra vida sacamos conclusiones que tendríamos que observar mejor? ¿Cuantas cosas no son exactamente como pensamos de las personas?"

Y recordó que existen cuatro cosas en la vida que no se recuperan:

Una piedra, después de lanzarla
Una palabra después de haberla dicho
Una oportunidad, después de perderla
El tiempo, después de haberlo pasado

El hombre se quedó sentado. Se sentía satisfecho de haber compartido sus galletas. Pero no entendía los motivos por los cuales aquella mujer le dirigía toda aquella ira. Otro día cualquiera, hubiese continuado leyendo sin darle más importancia al asunto. Pero aquel día era diferente, estaba triste, estaba muy triste y la ira de aquella señora le estaba carcomiendo desde la primera mirada de odio.

Su sonrisa era su mejor estandarte y la gente lo buscaba para encontrar lo mejor de sí mismas. Pues pensaba que todas las personas eran buenas y que, en el fondo, todas estaban ligadas y hermanadas de algún modo.

Pese a toda esa energía positiva, los episodios como el que acababa de vivir, compartiendo las galletas, se repetían. Intentaba buscar en su interior qué había cambiado para atraer esos sentimientos y, finalmente, tomó conciencia de que no todas las personas eran como él. No todas las personas estaban dispuestas a compartir y repartir energía positiva. No todas las personas se responsabilizan de sus acciones y sus consecuencias. No todas las personas aprenden y crecen de sus vivencias.

Entonces, sintió lástima. Una lástima enorme por todas aquellas personas que no eran capaces de mirar qué hacían mal con ellas mismas y que se dedican a culpabilizar a las demás personas, a las circunstancias o se escondían detrás de cualquier disculpa para no seguir adelante y no ver la vida como el milagro que es.

Aquella pena que rozaba la desesperación le hacía preguntarse: "¿Tendré que continuar repartiendo buena energía a todas las personas? ¿Quien me ayudará a mí, si algún día me quedo sin buena onda?"

Y con aquella tristeza tan grande y una pesadez inmensa entre sus hombros, se dirigió a la tienda a comprar otro paquete de galletas. Pensando en el motivo que había llevado aquella señora a lanzarle aquellas miradas furiosas y mientras le duraron esas preocupaciones, su sonrisa, su mejor estandarte, se borraron de la faz de la tierra.

Entonces recordó unos de sus versos favoritos:

Quien siembra plantas, recoge alimento.
Quien siembra flores, recoge perfume.

Quien siembra trigo, recoge pan.
Quien siembra amor, recoge amistad.

Quien siembra alegría, recoge felicidad.
Quien siembra vida, recoge milagros.

Quien siembra verdad, recoge confianza.
Quien siembra cariño, recoge gratitud.

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