Dicen que los japoneses, a quienes les gusta mucho comer el pescado crudo, una vez agotados los bancos de peces de sus costas se vieron obligados a ir a buscarlos muy lejos de la isla. Pero necesitaban una solución para no congelar el producto una vez pescado. Entonces decidieron dotar sus barcos de unas grandes piscinas donde depositarían los peces i así garantizar que estos llegasen frescos al consumidor.
Pero el japonés, de gusto refinado, notó en seguida que la carne del pescado era diferente. Tanto de tiempo en las piscinas hacia que los peces se acomodasen con lo que su carne era más blanda e insípida.
Tenían que encontrar una solución para contentar al consumidor exigente. Entonces un ingeniero propuso una solución ingeniosa que al final fue muy efectiva. Se trataba de introducir un tiburón en la piscina. De esta manera, aunque algunos peces morían, la mayoría llegaban vivos y frescos al plato del consumidor
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