En Nochebuena, el rey invitó al primer ministro a unirse a él en su habitual paseo juntos. Disfrutaba viendo las decoraciones de las calles, pero como no quería que sus súbditos gastaran demasiado dinero en ellas sólo para complacerle, los dos hombres siempre se disfrazaban de mercaderes provenientes de algún lugar remoto.
Caminaron a través del centro de la ciudad, admirando las luces, los árboles de Navidad, las velas ardiendo en los portales de las casas, los estantes vendiendo regalos, y los hombres, mujeres y niños apresurándose para celebrar una Navidad alrededor de una mesa bien dispuesta de comida.
Mientras volvían pasaron por un barrio más pobre, en el que la atmósfera era bien distinta. No había luces, ni velas, ni deliciosos aromas de comida a punto de ser servida. Apenas había un alma en las calles y, como hacía cada año, el rey señaló al primer ministro que de verdad tenía que prestarle más atención a los pobres de su reino. El primer ministro asintió, a sabiendas de que el asunto sería pronto olvidado de nuevo, enterrado bajo la burocracia diaria de presupuestos que aprobar y discusiones con dignatarios extranjeros.
De repente, escucharon música proveniente de una de las casa más pobres. La choza era tan endeble y las planchas de madera podrida tenían tantas grietas que pudieron espiar lo que que estaba ocurriendo en su interior. Y lo que vieron era complemente absurdo: un anciano en una silla de ruedas llorando al parecer, una muchacha con la cabeza rapada bailando, y un joven de ojos tristes golpeando una pandereta y cantando una canción popular.
‘Voy a enterarme de lo que ocurre.’ – dijo el rey.
Llamó a la puerta. La música paró, y el joven abrió.
‘Somos mercaderes buscando un lugar donde dormir. Escuchamos la música, vimos que seguíais despiertos, y nos preguntamos si podríamos pasar la noche aquí.’
‘Podéis alojaros en un hotel de la ciudad. Nosotros, desgraciadamente, no podemos ayudaros. A pesar de la música, esta casa está llena de tristeza y sufrimiento.’
‘¿Podemos saber porqué?
‘Es todo por mi culpa’ – habló el anciano en la silla de ruedas. ‘He pasado toda mi vida enseñando caligrafía, para que un día puediera conseguir trabajo como escriba de palacio, Pero los años han pasado y ningún puesto ha salido a concurso. Y entonces, anoche, tuve un sueño estúpido: un ángel se me apareció y me encargó comprar un cáliz de plata porque, dijo el ángel, el rey vendría a visitarme. Bebería del cáliz y le daría un trabajo a mi hijo.’
‘El ángel era tan persuasivo que decidí hacer lo que me pedía. dado que no tenemos dinero, mi nuera fue al mercado esta mañana para vender su pelo y que pudiéramos comprar ese cáliz. Los dos están haciendo lo que pueden para contagiarme el espíritu de la Navidad cantando y bailando, pero no hay nada que hacer.’
El rey vio el cáliz de plata, pidió un poco de agua para saciar su sed y, antes de partir, dijo a la familia:
‘Sabéis, estuvimos hablando con el primer ministro hoy, y nos dijo que la semana que viene se anunciaría una vacante para escriba de palacio.’
El anciano asintió, sin creer demasiado en lo que oía, y se despidió de los extranjeros. A la mañana siguiente, sin embargo, un proclama real fue leída en todas las calles del país; se necesitaba un nuevo escriba en la corte. El día señalado, la sala de audiencias del palacio estaba a rebosar de gente ansiosa por competir por ese puesto tan codiciado. El primer ministro entró y pidió a todos que preparasen su papel y lápiz:
‘Aquí está el tema de la disertación: ¿Porqué un anciano llora, una joven con la cabeza rapada danza y un joven triste canta?’
Un murmullo de incredulidad atravesó al habitación. Nadia sabía como contar una historia así, excepto el joven vestido de forma andrajosa sentado en una esquina, que sonrió ampliamente y empezó a escribir.
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